Teatro de la Abadía. Madrid.
Noviembre 2020.
Pablo Rosal propone, a través de un texto interesante y por momentos brillante, un ejercicio hábil de reflexión teatral sobre el mero hecho de conversar. Como mínimo es un texto arriesgado, y eso para mí es ya una virtud.
El conflicto se presenta claro desde el principio: ¿cómo de fácil o difícil es hablar? Como decía, la puesta en cuestión de lo cotidiano es ya en sí una apuesta valiente y necesaria.
Malena Alterio y Luis Bermejo son dos grandes intérpretes. Sin duda hay en su cuerpo oficio con el cual expresar. La interpretación es intensa, y en algunos momentos creíble. Sin embargo, en otros momentos desgraciadamente apresurada, no con la prisa del personaje que quiere hacer conversación y no sabe cómo. Y gracias a ese no-saber crea una conducta que genera un personaje. En este caso era más la prisa del actor y la actriz que quieren resolver un diálogo difícil y no saben cómo. Parecen la misma cosa, pero no lo son. La primera abre el camino de la creación. La segunda abre el camino del recurso conocido y conservador.
La escenografía de Almudena Bautista nos propone creer que es posible hacer una obra con la única ayuda de una mesa y dos sillas. Pero eso sólo es posible si los intérpretes pueden convertir esas dos sillas y esa mesa en cualquier otra cosa que ayude a conseguir su objetivo. ¿Dónde estaba ese trabajo? ¿Dónde estaba el objetivo? A veces oculto en el escondite más conocido en el teatro español: tras una cortina de palabras.
El hecho de que Luis Bermejo encontrara su punto culminante en la imitación de una persona rústica reaccionando ante una inundación me hace temer que faltaba algo de riesgo, imaginación y tal vez, y esto está en la casilla de la dirección, ideas claras sobre qué quiero contar.
La tragicomedia de la comunicación no se puede resolver en un repertorio gestual ocultado por la rapidez con la que se suceden las líneas del texto. Quiero más. Y eso se lo tengo que agradecer. Salgo con ganas de más. Lamentablemente, no lo tuve en esa función, a pesar de que el elenco era obviamente profesional, en la dirección se notaban ganas de hacer teatro y el texto invitaba a imaginar.
El público, como tantas veces, apareció dispuesto a levantarse para aplaudir hasta reventar. No hay escala. Cada obra a la que voy provoca una reacción de 12 sobre un máximo de 10. Como es prácticamente imposible – por mera estadística y porque el arte es así - que ninguno de los asistentes hayan visto nunca una obra mejor, me surje, dolorosamente, la misma reflexión de siempre: ¿por qué aplauden y se levantan? Si la única forma de reconocimiento del público hacia los que presentan una obra es ese aplauso final ... ¿Por qué ese aplauso no recoge lo visto y oido y sentido de forma proporcional? De nuevo ¿por qué aplauden? Supongo que ya que has pagado ... Pero yo no me conformo. Se puede aplaudir sentado. Y se puede aplaudir muchísimo, mucho, a medio gas, o poco. Y se puede hacer salir al elenco a saludar después de la función dos veces o una o ninguna. Y eso es fundamental, porque hará que la exigencia vaya entrando poco a poco en un teatro español autocomplaciente y conservador.
Volvería a ver esta obra y la recomendaría. Lo haría por los destellos de genio que a veces asomaban en los intérpretes y sobre todo por volver a escuchar algunas partes del texto.
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