Teatro Tribueñe. Madrid.
Diciembre 2020.
Me fascina, aunque a una distancia calculada, el teatro de variedades, sea en el formato que sea, incluso cuando en puridad ni siquiera sea, estrictamente hablando, teatro. Pero ¿quién querría ser estricto hablando? Yo, no.
Y por eso fui a ver esta puesta en escena imposible, exhuberante, vodevilesca y cupleizante, de la vida de una de las estrellas más brillantes de nuestro universo artístico. Y no exagero. Para los actuales abuelos y bisabuelos es aún una referencia real. Para los babyboomers una o dos canciones que suenan y resuenan. No cuento más. Si sienten curiosidad, vayan a ver la obra.
Quiero pensar que el texto refleja bien la imaginación de su autor. No tengo el gusto, pero por lo que vi, me place creer que el texto de esta obra es una externalización de esa imaginación desbocada y extremadamente bien informada, relacionada con el mundo de la canción española de finales del siglo XIX y primera mitad del XX. Como dice un buen amigo, esta obra se debe de parecer a Hugo Pérez de la Pica. Y ese es la mejor alabanza que puedo hacer a un escritor dramático.
El vestuario, de Hugo Pérez de la Pica, es un museo andante de trajes de época. Preciso, y con un sabor a auténtico que aleja del teatro moderno tanto como agrada la curiosidad histórica.
La escenografía es lo menos estandarizado que tiene la obra, no por la asunción de riesgos o supuestos posmodernos. Lo es porque mezcla elementos antiguos con sustituciones simbólicas algo (pero no mucho) más modernas y atrezzos imposiblemente ingenuos en las que un balcón es ... ¡un balcón!. Todo junto sigue milagrosamente pareciendo una varieté.
Las actrices y actores, a la antigua: intensidad maravillosa en las damas (no en los caballeros) que genera buenos momentos creíbles. Ellos algo más pobres en la expresión. Y todo lleno de movimientos milimetrados y dirigidos por ... sí, lo adivinaron, Hugo Pérez de la Pica - que forman y reforman cuadros una y otra vez.
Una dirección a la antigua, llena de órdenes y espacios marcados, hacen de la obra una reliquia hermosa que apunta a lo que ya no es, sobre todo por lo que ya no está. En algunas producciones que he visto recientemente sería de agradecer que, ya que no van a asumir riesgos interpretativos más de nuestra época, al menos la dirección fuera más rigurosa a la antigua. En medio no hay nada más que subjetividad asustada.
Me comentan que hubo una versión anterior mejor. No puedo comparar, pero me dicen que precisamente aquella no tenía lo que justo hoy me ha sobrado. Han introducido una Raquel Meller mayor que hace las veces de narrador. Es una actriz intensa, con fuerza y con carácter. Pero es rusa. No hay nada malo en ser rusa. Yo mismo soy español y me cuentan que, por lo visto, existen más nacionalidades. Pero, aunque nuestra actriz habla un español admirable (ya quisiera yo hablar ruso la mitad de bien) sin embargo el acento es un recuerdo permanente de que no es Raquel Meller. Y eso me sacaba de la obra una y otra vez. El problema es que si escogieron una puesta en escena clásica, en donde un balcón es un balcón y un traje de lagarterana es un traje de lagarterana, entonces una rusa es una rusa. Si hubieran escogido una puesta en escena más contemporánea, asumiendo ciertos riesgos en la creación del personaje y de la obra, entonces podría ser china o de Namibia. Pero no se puede tener todo. Por otro lado la cantidad de números es excesiva. Quizá Hugo ha cometido el error de contar todo lo que sabe. Y si bien es cierto que para que eso pase hay que saber, no es menos cierto que cuando uno sabe, lo siguiente que hay que aprender es a renunciar a contarlo todo. Me hablan de una propuesta anterior más sencilla, más directa, sin narradorra rusa. Sueño con ella.
Me encanta esta sensación de haber disfrutado de un teatro que yo no haría nunca. Toda mi vida teatral la he pasado buscando cómo hacer teatro de otra forma. Más técnica. Más arriesgada. Adoro esta contradicción.
No volvería a verla, a no ser que me digan que ha vuelto al formato original. Pero desde luego sí la recomendaría. Hugo Meller bien merece un paseo hasta la sala Tribueñe.
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