Una Historia de Amor
Me llamo Nicolás, como mi tío, aunque a mi me dicen Nico, y a él, Colás. Voy a cumplir 15 años.
Mi imagen surge del agua. Estoy ahí reflejado, en un espejo incierto. Y sin embargo tengo la impresión creciente de que yo soy más ese reflejo que el supuesto original. Como si las palabras pudieran dilucidar algo de ese espejo ambiguo, me cuento mi propia historia.
Mi tío Colás fue pescador. Como la mayor parte de los varones de mi familia. Era el hermano de mi abuelo, pero no se parecían en nada. Mi abuelo fue un hombre centrado, cabal y serio. Pescaba por profesión y tuvo familia como parte de una vida trazada desde siempre y para siempre. Cuando se jubiló no volvió nunca más al mar, y gracias a su pensión, se hizo carnívoro y dejó el pescado.
- Me pasé 50 años en la mar para poder jubilarme y dejar de comer peces – solía decir.
Mi tío no. El mar era su pasión, y a ella se entregaba a diario. Cada mañana, muy temprano, enfundado en su atuendo de batista, y con su eterno pañuelo alrededor del cuello, aparejaba su barquichuela, se deshacía de la tierra firme empujando con fuerza el muelle desde el bote, se sentaba sin prisa en la bancada, y remaba. Yo, antes de ir a la escuela, me acercaba al espigón, subía por los enormes bloques de piedra y me sentaba en el cantil para verle menguar poquito a poco hasta desaparecer más allá del horizonte, rumbo al islote que daba sentido a la frontera entre el cielo y el mar.
La mar me atraía con una fuerza indomable, y, si bien dejé pronto de navegar con mi padre, la inclinación de mi tío me resultaba cálida y fascinante. Sin embargo, siempre declinó llevarme con él, y cuando le preguntaba por qué no podíamos salir a pescar juntos, él siempre contestaba lo mismo:
- Aun no es tiempo, Nico. Además, yo no voy al mar a pescar. Vete al colegio.
Yo me iba pensando que se reía de mí. Por la tarde tenía el tiempo justo de acercarme a mi puesto de vigilancia antes de que, saliendo de ese lugar por el que se despeña el mar, apareciera pequeñito como una mosca y fuera poco a poco, y al ritmo de sus paladas, creciendo hasta convertirse de nuevo en mi tío Colás, que volvía.
No recuerdo haberle visto nunca regresar con pescado, y por lo visto el resto de los familiares y vecinos tampoco. A medida que fue pasando el tiempo, y fué perdiendo fuerza y ganando en soledades y silencios, algunos pescadores más jóvenes se fueron animando a hacerse los gallitos con él, y le encontraron un blanco fácil para alejar el aburrimiento riéndose y gastándole bromas. Mi tío Colás era soltero, y no se le conocía relación alguna. Siempre rechazó los círculos habituales en los que se propiciaban las relaciones humanas, y no lo hacía de forma huraña u hosca. Era más bien como si alguna distracción interna, pero inevitable, le desinteresara de la posibilidad de enamorarse y seguir un camino sentimental al uso.
- ¿Qué, Colás, mucha pesca hoy? - le decían, sabiendo que nunca traía ni una mísera sardina.
Y él contestaba,
- Yo no voy al mar a pescar.
- Coño, ¿y entonces?
Y mi tío se iba a su casa, y se sentaba en el poyo de su fachada que daba al mar, y se quedaba mirando fijo y largo hacia el islote que rompía la línea del horizonte.
Hace unos días me levanté temprano. Me vestí, y salí de casa, avisando a mi madre de que me iba pronto para caminar con mis amigos antes de clase. Luego llegué al puerto, comprobé que no había nadie fijándose en mi, y aproveché que el bote de mi tío estaba al final del muelle, encajado entre dos pesqueros, para embarcarme en él. A popa mi tío llevaba, como todos los pescadores, un azafate grande, sobre el que apilaba algunas nasas tapadas por una loneta. Abrí hueco en la loneta levantándola y separé las nasas para hacerme sitio. Me acomodé mirando hacia la proa y luego me cubrí con la loneta, calculando que, visto desde fuera, no se pudiera saber que allí estaba yo. Mi tío nunca pescaba, según él mismo, y en todo caso, si me descubría, sería ya mar adentro. Mi tío no me tiraría al mar. Seguramente.
La loneta estaba agujereada allá y acullá, y no me costó mucho encontrar una mirilla para espiar el exterior. Al rato llegó Colás y poco después estábamos embarcados y rumbo al islote.
Mi pierna se durmió y la espalda me dolía del encogimiento, pero la emoción de estar embarcado - y además con mi tío Colás - era tan grande, que las pequeñas incomodidades se me antojaban una parte necesaria de aquella aventura, y sin ellas hubiera faltado emoción. Miraba a mi tío de vez en cuando. Él remaba tranquilo, de forma regular, sin inmutarse. Finalmente paró y, después de levantarse y coger el ancla que estaba estibada a proa, fondeó. Mi tío se desnudó y se arrodilló sobre la cubierta, asomando la cabeza por la borda. Y silbó. Me quedé fijo contemplando su cuello, especialmente la parte bajo el lateral de su mandíbula. Nunca lo había visto, porque nunca había visto el cuello de mi tío: siempre lo tapaba un pañuelo azul oscuro de algodón basto. En los lados de la parte alta se dibujaban dos líneas.
De repente, por la parte exterior de la borda, asomó una figura. Parpadeé, porque no sabía qué pensar, o que nombre darle a aquel visitante inesperado. Para cuando me sobrepuse y fijé la vista de nuevo, mi tío se había erguido, había cogido los apéndices de aquel ser, y se había zambullido en el agua. Me quedé inmóvil mucho rato. No sabía si la humedad del suelo era por falta de achique del agua del mar, o por exceso de miedo. Me estaba asfixiando y levanté la lona. Estaba solo. El mar estaba tranquilo, y a apenas unos treinta metros se erguía un farallón del islote. Hacía de pared a una entrada de agua, seguramente una cueva o una pequeña cala. Un chapoteo percutía en mis oídos. Y venía de allí.
Me desvestí, me metí en el mar sin hacer ruido, y nadé silenciosamente hasta el farallón. Me encaramé a una pequeña plataforma de roca que había en la punta, y desde allí me asomé al otro lado.
Al principio me costó reconocerme en ese nuevo mundo real. Una corriente invisible me quería obligar a afirmar que estaba en el cine viendo una película de fantasía. Mi tío estaba tumbado en el suelo de una cala, con medio cuerpo sumergido en la orilla. A su lado estaba aquel ser que hacía unos minutos se asomaba a la borda de la chalupa. Era extrañamente hermoso. Unos ojos grandes, brillantes y expresivos gobernaban su cara. Su piel era oscura y no hubiera sabido decir si era lampiña o peluda. Pero en todo caso era suave y brillante, e invitaba a acariciarla. Su torso tenía pechos firmes. Sus piernas acababan en palmas alargadas y tersas. Alrededor de ellos dos, otras figuras imposibles pero increíblemente hermosas se movían, entrando y saliendo del agua. La impresión fue tal que me fallaron las fuerzas de los brazos, con los que me agarraba a la pared de roca, y caí al agua. Miré al fondo y vi a uno de los seres que rodeaban a mi tío anteriormente. Tenía un sargo en la boca. El golpe del agua, le hizo volverse hacia mí, y fijó sus ojos densos en los míos. Soltó el sargo, y se dirigió hacia mí a toda velocidad, con la boca abierta. Por ella asomaban unos dientes triangulares y afilados. La sangre del sargo los hacía terribles, y contrastaban con la belleza de sus ojos. Venía a por mí. Intenté nadar, pero en ese momento, comencé a perder el sentido. Una figura apareció de repente, se interpuso entre la criatura y yo, y me agarró por la cintura. Me pareció reconocer unas manos humanas. Después me desplazó con fuerza hacia arriba, cuando yo ya estaba a punto de perder el sentido. Lo último que recuerdo fue un golpe fuerte de mi frente contra el mango del remo, ya fuera del agua.
Desperté con las nasas a mi lado, con la loneta cubriéndome y con mi tío remando, según pude atisbar por mi ventanillo improvisado. Me miré. Estaba vestido. Y seco. Una sola vez me pareció ver a mi tío Colás mirar hacia mí. Y una levísima sonrisa pareció asomar por su comisura. Por lo demás, no tenía ningún indicio de que mi tío supiera que yo estaba en el barquillo: arribamos a puerto, se bajó después de dejar todo aparejado, y se marchó. Yo esperé y, a mi vez, me bajé también.
Cuando llegué al pueblo, mi tío estaba sentado en su poyete, con su eterno pañuelo al cuello, mirando largo hacia el islote, allende el mar. Yo estaba confuso, así que no dije nada. Por primera vez, habló él primero.
- Podremos ir juntos a la mar cuando cumplas los quince. ¿cuántos tienes ahora?
- Catorce – contesté yo – pero sólo hasta la semana que viene. Entonces, ¿podré ir contigo?
Él fijó su mirada en mi cuello durante un instante, y sonrió.
- Sí. Ya pronto – de pronto mi tío se levantó. – Espera – me dijo.
Salió de la casa al momento con un pañuelo azul en la mano, y me lo tendió.
- Toma.
Lo cogí y me fui a casa. Me metí en el cuarto de baño y me miré en el espejo. Dos cosas me llamaron la atención. Una, que tenía un golpe en la frente. La segunda, que unas líneas rojas, como pequeños cortes, se empezaban a formar en los laterales de mi cuello. Desdoblé el pañuelo, y lo enrosqué alrededor, tapando las heridas.
Me llamo Nicolás, como mi tío. Voy a cumplir quince años, y por fin podré ir al mar.
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